No hay nada más peligroso para una familia empresaria que su propio éxito. La empresa crece, las cifras acompañan, los clientes confían, y la familia cree que todo está bien. Hasta que un día, el conflicto estalla. Y entonces es tarde. La arrogancia del éxito no es prepotencia, es ceguera. Es pensar que, porque algo ha funcionado hasta ahora, seguirá funcionando siempre. Es creer que la intuición puede reemplazar a la institucionalidad. Es suponer que los buenos tiempos son eternos y que la familia no necesita reglas porque se quiere. Pero los casos abundan: el éxito no resuelve los problemas estructurales, solo los posterga. Y cuando llega la crisis, el golpe es más duro para quienes nunca se prepararon para enfrentarla.
Conocí a una familia empresaria en la que todo parecía ir bien. Empresas diversificadas en sectores estratégicos. Buen nombre en la región. Reconocimiento de proveedores. Segunda generación activa en las operaciones. Tercera generación empezando a participar. Desde fuera, todo era motivo de orgullo. Desde dentro, todo era inestable. No había estructuras patrimoniales claras, ni protocolos familiares, ni órganos de gobierno real. Había un consejo de familia, pero sin poder. Se hablaba de sucesión, pero sin hoja de ruta. Las decisiones patrimoniales eran más intuitivas que racionales. Y los roles estaban más definidos por la historia que por el mérito. Aun así, todo funcionaba. El negocio crecía. Los hermanos se hablaban. Nadie quería incomodar. Y fue precisamente por eso que no hicieron nada. Se propuso fortalecer el gobierno corporativo. Se ofreció acompañamiento. Se diseñó una estructura de holding. Se sugirió institucionalizar la propiedad. Se recomendó evaluar a los directivos y profesionalizar los sistemas de compensación. Pero no. No era urgente. Todo estaba bien. Y entonces el entorno cambió. Una crisis económica en la región golpeó las utilidades. Murió el fundador. Aparecieron las diferencias entre los hermanos. Surgieron preguntas incómodas sobre el rol de la viuda. Se discutió si repartir o no los activos. Algunos empleados clave se fueron. Y lo que parecía un sistema sólido, se fracturó en semanas. Allí emergió la verdadera cara del sistema. Sin reglas claras, la toma de decisiones se volvió una batalla de voluntades. Sin protocolos, las emociones dominaron las asambleas. Sin gobierno corporativo, las operaciones se mezclaron con lo personal. Y lo que más dolió fue la sensación de haber tenido tiempo para prevenirlo todo… pero no haberlo hecho por exceso de confianza.
La arrogancia del éxito impide ver los signos tempranos del deterioro. Cuando un consultor señala debilidades, se le escucha como a alguien que exagera. Cuando se propone un consejo asesor, se responde que no es necesario. Cuando se habla de sucesión, se dice que aún es muy pronto. Cuando se plantea separar la propiedad individual del patrimonio colectivo, se sospecha de intenciones ocultas. Es importante entender que el éxito empresarial y el éxito institucional no siempre van de la mano. Una empresa puede tener buenos indicadores económicos y, al mismo tiempo, ser frágil en su gobernanza. Puede tener liquidez, pero no mecanismos para resolver conflictos. Puede tener reputación, pero no acuerdos claros sobre el manejo del poder ni la transmisión del patrimonio. Puede tener historia, pero no futuro. En muchos casos, cuando una familia llega al diagnóstico con buenos resultados financieros, siente que reconocer sus debilidades es un acto de ingratitud con el pasado. Como si hablar de riesgos fuera cuestionar el legado. Pero no es así. Todo lo contrario: honrar el legado es prepararlo para sobrevivir sin el fundador. Y eso solo se logra con humildad, con instituciones, con reglas.
En el caso que relato, la familia finalmente aceptó hacer un diagnóstico más profundo. Se implementó un consejo asesor con independientes. Se formalizaron algunas estructuras. Se habló de protocolos y de fideicomisos. Pero al poco tiempo, cuando los problemas apretaron, abandonaron el proceso. Cancelaron el consejo. Suspendieron las reuniones. Prefirieron volver a su zona de confort, a la vieja fórmula de resolver todo “en familia”. Y hoy, varios años después, lo que fue un grupo con potencial de convertirse en dinastía, es una colección de negocios separados, con relaciones deterioradas, sin un proyecto común. El éxito los hizo sordos. La crisis los encontró divididos.
Por eso este artículo no es solo una crítica, es una advertencia. Si tu empresa familiar está en su mejor momento, este es el momento ideal para revisar sus fundamentos. Cuando hay caja, cuando hay tiempo, cuando hay armonía, es más fácil construir instituciones. En cambio, cuando llegan los problemas, ya es tarde para redactar protocolos. Ya es tarde para buscar consenso. Ya es tarde para reconstruir la confianza. La verdadera humildad de una familia empresaria se muestra en la cima, no en el abismo. Es fácil ser modesto cuando se está perdiendo. Lo difícil es reconocer que, a pesar de los logros, se puede y se debe mejorar. Que el cariño no reemplaza al gobierno. Que la historia no garantiza el futuro. Que el mérito debe prevalecer sobre la costumbre. Que las reglas salvan relaciones. Y que la mejor inversión no es solo en activos, sino en institucionalidad.
Recomendaciones para no caer en la arrogancia del éxito:
- No espere una crisis para actuar. Los momentos de bonanza son los más propicios para institucionalizar la familia, la empresa y la propiedad.
- Tenga siempre una mirada externa. Un consejo asesor o un consultor independiente puede ver lo que ustedes ya no ven por cercanía emocional.
- Haga una auditoría de su gobernanza. ¿Tienen protocolos firmados? ¿Órganos activos? ¿Evaluaciones reales de desempeño?
- No confunda afecto con unidad. Las familias se quieren, pero eso no evita conflictos. Lo que los previene son acuerdos claros y reglas compartidas.
- Implemente evaluaciones incluso cuando nadie lo exige. La evaluación es una herramienta de mejora continua, no un castigo.
- Prepare la sucesión desde el éxito. Hacerlo desde la urgencia solo aumenta las tensiones.
- Formalice la estructura patrimonial. La propiedad mal organizada es una bomba de tiempo, aunque hoy todos estén de acuerdo.
- Revise periódicamente sus decisiones. Lo que funcionó hace diez años puede ya no ser válido. El éxito de hoy no asegura el de mañana.
- Elimine el discurso del “aquí siempre lo hemos hecho así”. Ese es el enemigo número uno del aprendizaje.
- Pregúntese: si mañana muere el fundador, ¿queda un legado o un caos? La respuesta a esa pregunta revela si su éxito es institucional… o solo personal.
La arrogancia del éxito es silenciosa. No grita, no confronta. Solo impide ver. Por eso, mientras todo va bien, mire hacia dentro. Y si ve que la estructura de gobierno depende de una sola persona, que no hay protocolos firmados, que los órganos no se reúnen, que no hay claridad patrimonial… entonces no está frente a un modelo exitoso, sino a un modelo vulnerable con buenos números. Y en el mundo de las empresas familiares, los buenos números sin buena gobernanza son solo una ilusión temporal.
