Durante décadas, muchas familias empresarias latinoamericanas construyeron su legado bajo un modelo de patrimonio colectivo, guiadas por la premisa de que la unidad da fortaleza. No solo fue una decisión estructural, sino una visión fundacional: el patrimonio era de todos, las decisiones se tomaban en conjunto, y el apellido era símbolo de una sola historia. Sin embargo, a medida que la familia crece y se diversifica, este modelo entra en tensión con las nuevas dinámicas de autonomía, eficiencia y protección patrimonial. Hoy, más familias optan por dividir el patrimonio por ramas, creando estructuras independientes. ¿Es este un paso natural en la evolución del gobierno de la propiedad o una decisión que erosiona la unidad y compromete el legado intergeneracional?
El concepto de patrimonio colectivo ha sido uno de los pilares de la empresa familiar multigeneracional. No solo facilita sinergias operativas y acceso a capital, sino que refuerza la confianza intergeneracional, la identidad familiar y la corresponsabilidad. Su lógica no es solo financiera: es emocional y simbólica. El “somos uno” articula la narrativa del legado, une generaciones y facilita la toma de decisiones difíciles. Sin embargo, con el paso del tiempo y la entrada de nuevas generaciones, este modelo enfrenta presiones. Las ramas familiares adquieren dinámicas propias, los estilos de vida se diferencian, las expectativas cambian y comienzan a surgir preguntas sobre equidad, autonomía y control.
Autores como John Ward han advertido que las tensiones entre ramas tienden a intensificarse en la segunda y tercera generación si no existen mecanismos de resolución y estructuras de gobierno funcionales. Cuando no hay confianza ni justicia percibida, aparece el deseo de separar. El modelo FIBER (Berrone et al., 2012) también explica que la riqueza socioemocional, ese apego familiar al legado, la identidad y la reputación, puede volverse negativa si se convierte en obligación, desigualdad o falta de meritocracia. En esos casos, la familia ya no protege el legado, sino que busca protegerse de él. Por otro lado, desde el modelo Dinastía ampliado (Gómez Betancourt & Lagos, 2025), se comprende que toda transición debe gestionarse no solo en términos legales, sino a través de siete variables críticas: cultura, gobierno, estrategia, estructura, sistemas, sucesión e individuo. Si una familia cambia su modelo de propiedad sin transformar las otras variables, genera una incoherencia estructural que puede derivar en rupturas relacionales o institucionales. Una escisión patrimonial sin rediseño del relato y del sistema compartido es una invitación al desgaste.
Una familia latinoamericana con más de 40 años de historia construyó un sólido grupo patrimonial. Durante años, la segunda generación operó en unidad, con una estructura informal pero efectiva, en la que las decisiones se tomaban a través de un consejo asesor. Había un claro compromiso con el legado familiar y una narrativa fuerte de cohesión. Sin embargo, con la llegada de la tercera generación, comenzaron a surgir diferencias. Una de las ramas manifestó su deseo de independencia, proponiendo una escisión del patrimonio común para estructurar su propio camino. La solicitud fue aceptada, y se realizó un proceso de separación de activos, donde la rama que se escindía recibió un patrimonio importante, mientras que las otras ramas, que optaron por seguir juntas, debieron endeudarse para quedarse con las empresas cuyo valor era superior. La operación financiera fue técnicamente impecable. La escisión patrimonial quedó definida y ejecutada. Pero nadie previó el efecto simbólico y emocional de esa decisión. La rama que se fue quedó con activos líquidos o de menor complejidad, y sin necesidad de asumir grandes deudas. Las ramas que permanecieron unidas, por el contrario, asumieron un esfuerzo financiero considerable. Pero lo más grave no fue el balance financiero: fue el silencio que quedó después. ¿Seguimos siendo una familia empresaria? ¿Somos un grupo? ¿O simplemente ramas con una historia compartida?. La tercera generación quedó atrapada en la ambigüedad. Algunos comenzaron a ver su rol como “los hijos de esta rama”, sin tener claro si pertenecían a un proyecto común. Otros no sabían si podían participar en espacios de decisión conjunta. Las dudas crecieron: ¿cómo serán distribuidos los beneficios futuros?, ¿las cartas de instrucciones serán similares?, ¿las fundaciones patrimoniales tratarán igual a cada nieto?, ¿seguiremos construyendo juntos o competiremos por recursos?
El problema no fue la separación patrimonial, sino la ausencia de un rediseño narrativo y estructural. Nadie explicó con claridad qué implicaba esa escisión. No hubo un espacio para redefinir el significado de grupo, ni para reconstruir el relato de unidad. Tampoco se adaptó el gobierno de la propiedad a la nueva realidad. No se implementaron reglas comunes sobre valoración, primas de control, mecanismos de salida o fondos de recompra. La idea de que cada rama podía manejarse sola fue reemplazada, en la práctica, por una desorientación generalizada. Desde el punto de vista del modelo FIBER, esta situación refleja una pérdida de continuidad del legado y de identidad compartida. Cuando los miembros de la familia ya no se sienten parte de un mismo propósito, la riqueza socioemocional se fragmenta. El orgullo de pertenencia se diluye, y la desconfianza se instala en los espacios vacíos que dejan los órganos de gobierno ausentes. Desde el modelo Dinastía, se hace evidente que la estrategia patrimonial no fue coherente con la estructura ni con los sistemas de comunicación, y mucho menos con la preparación del individuo para este cambio. Separarse no es un error. El error es hacerlo sin intención emocional, sin conversación profunda, sin estructuras de reconexión. Dividir puede ser necesario, pero debe hacerse con diseño, con propósito, con un relato compartido que preserve lo que importa. Sin eso, lo único que queda es una firma legal y una herida sin cerrar.
¿Qué hacer entonces? Aquí algunas recomendaciones concretas:
- Definir con claridad si la familia desea seguir siendo un grupo o prefiere funcionar como ramas independientes. La identidad no debe quedar a la interpretación.
- Adaptar el gobierno de la propiedad al modelo escogido. Si se elige operar como ramas, debe haber reglas sobre valoración periódica, mecanismos de salida, primas de control y fondos de recompra.
- Construir espacios simbólicos comunes. Un consejo de familia inter-rama, una fundación conjunta o una unidad ESG pueden sostener la identidad colectiva.
- Homologar instrumentos clave entre ramas. Las FIP, cartas de instrucciones y criterios de beneficios deben ser comparables para evitar inequidades percibidas.
- Involucrar a la tercera generación en el rediseño del sistema. Su visión puede renovar la narrativa y aportar nuevas formas de colaboración.
- Revisar periódicamente la coherencia entre lo que se decide y lo que se siente. La unidad patrimonial no se impone: se construye y se cuida.
Una familia puede dividir su patrimonio sin dividir su historia, pero solo si el diseño legal va acompañado de una intención emocional y una narrativa que preserve el sentido de pertenencia.