Durante décadas, el sector de la construcción fue uno de los pilares del crecimiento económico colombiano, impulsado por subsidios a la tasa, incentivos a la demanda y programas de vivienda como Mi Casa Ya. Entre 2010 y 2021 se construyeron en promedio más de 120.000 viviendas VIS por año. Estos proyectos dinamizaron la economía, generaron empleo masivo y permitieron que millones de colombianos accedieran por primera vez a una vivienda propia. Según cifras del DANE, en 2021 la inversión en edificaciones representaba el 7% del PIB. El modelo funcionaba: los hogares de ingresos bajos podían ahorrar para la cuota inicial, obtener un crédito hipotecario respaldado por subsidios estatales y entrar al sistema financiero formal. Era una fórmula de desarrollo económico y justicia social.
Todo cambió con la llegada del nuevo gobierno en 2022. Aunque se continuaron otorgando subsidios estos se pensaron para personas del Sisbén. Sin embargo, estos beneficiarios no eran sujetos de crédito por parte de los bancos, ya que no contaban con un empleo formal que respaldara su capacidad de pago. El resultado fue demoledor: los hogares más vulnerables quedaban por fuera del mercado porque, aunque recibían el subsidio, no podían acceder a un préstamo. Los constructores, que ya tenían proyectos en marcha, se enfrentaban a una preventa que no se convertía en ingresos. Las ventas se paralizaron, los puntos de equilibrio no se alcanzaban y la presión financiera comenzó a crecer.
A esta situación se sumó un incremento significativo en algunos costos clave de construcción, como el acero, los acabados importados, la logística y el transporte. Entre 2022 y 2023, el aumento acumulado en estos rubros presionó los presupuestos de las obras, afectando especialmente a los proyectos con márgenes estrechos como los de vivienda de interés social. Mientras tanto, el precio de venta seguía topado por ley, al estar vinculado al salario mínimo. En muchos casos, el costo final de construir una unidad VIS se acercaba peligrosamente al precio máximo autorizado, o incluso lo superaba. El margen desapareció. Y para completar el absurdo, muchas de estas unidades, diseñadas para estratos bajos, solo pudieron ser adquiridas por personas de ingresos medios que sí contaban con condiciones para obtener crédito.
Fue en este entorno hostil que se desarrolló la historia de una familia empresaria con una larga trayectoria en el sector de la construcción. La situación financiera de su compañía comenzó a deteriorarse rápidamente. Sus ejecutivos, en vez de buscar soluciones o renegociar condiciones con proveedores y clientes, se refugiaron en la narrativa del entorno adverso. Presentaron un escenario apocalíptico a los socios y solicitaron una urgente capitalización. Lo que hicieron los socios fue ejemplar: trajeron dinero del exterior, liquidaron negocios rentables en otros países y lo inyectaron a la empresa en Colombia, movidos por un profundo sentido de compromiso y responsabilidad. Pero los recursos se esfumaban. Proyecto tras proyecto arrojaba pérdidas. El comité de proyectos autorizaba nuevas inversiones sin tener información confiable sobre costos ni estudios de viabilidad realistas. El gerente general, con un pasado brillante en una de las empresas más reconocidas del país, presentaba informes llenos de optimismo y promesas de que “las buenas noticias estaban por llegar”. Nunca llegaron. La empresa pasó de ser constructora a desarrolladora sin que la junta lo aprobara formalmente. La subcontratación se volvió la norma, pero los contratistas seleccionados no contaban con la eficiencia ni el conocimiento técnico, y los costos comenzaron a desbordarse sin control. Frente a tanta incertidumbre, el consejo asesor encargó un estudio sectorial que arrojó un dato doloroso: la empresa estaba por debajo del promedio en todo. Precios de venta más bajos que el mercado, costos un 15% más altos que la media, gastos generales un 10% por encima del estándar. ¿Cómo era posible? La comparación con los competidores era aún más dura. Algunas empresas seguían teniendo utilidades. ¿Qué hacían distinto? La respuesta era clara: la mayoría de esas compañías estaban operadas directamente por sus propietarios. Empresarios que sentían cada centavo y que actuaron con decisión, deteniéndose a tiempo, renegociando proyectos, adaptándose al entorno. Muchos de ellos desistieron de construir proyectos con condiciones inviables y, en su lugar, negociaron con clientes de estratos superiores que podían asumir mayores costos. Lo insólito es que el gobierno que prometió entregar vivienda a los más pobres, terminó construyendo para quienes tenían mejores ingresos.
Mientras tanto, la empresa familiar se hundía en una espiral sin fondo. Cada nuevo proyecto era un intento desesperado por recuperar lo perdido, pero sin cambios de fondo. El gerente ocultaba los costos reales, desviaba la atención y eliminó el conocimiento acumulado sobre cómo hacer vivienda VIS y VIP de forma eficiente. Ese saber hacer fue entregado a contratistas ineficientes. En cada junta, la gerencia mostraba números optimistas, ocultando la magnitud del desastre. El consejo asesor, no logró detectar lo que ocurría. Ni el comité de auditoría ni el comité de inversiones alzaron la voz. Nadie exigió escenarios de contingencia, ni se diseñaron alertas ante desviaciones financieras. Cuando finalmente se despidió al gerente general, la revisión de fondo mostró un panorama aún peor: decisiones estratégicas sin respaldo, desaparición de ventajas competitivas, estructuras de costos insostenibles y una cultura interna de complacencia. Los socios, devastados, entendieron que no solo habían sido golpeados por el entorno. También habían sido víctimas de una estructura de gobierno corporativo débil y de una gerencia irresponsable. Al realizar una jornada de reflexión con el consejo asesor, se descubrió que este órgano nunca asumió su rol con rigor. Se escudaban en que no eran una junta formal, que los socios no les habían otorgado atribuciones claras. Pero el daño estaba hecho. La confianza con clientes, empleados y proveedores se había perdido. El capital social, esa reserva invisible que sostiene a una empresa en tiempos de crisis, estaba quebrado.
La gran pregunta surgió entonces: ¿cómo recuperarse de semejante golpe? Las respuestas no son simples, pero algunas pistas han comenzado a trazarse. La empresa ha convocado unas jornadas de pensamiento estratégico para decidir si sigue siendo constructora o se convierte en desarrolladora. A partir de esa decisión estructural, se deberán responder muchas otras: ¿a qué estratos sociales servir?, ¿en qué regiones?, ¿con qué productos?, ¿con qué modelo operativo?, ¿con qué ventajas competitivas?. Detrás de la caída hay una lección profunda: el entorno puede ser adverso, pero lo verdaderamente catastrófico es tener ejecutivos cómodos en su salario que no luchan por cada peso y órganos de gobierno que no exigen rendición de cuentas. La profesionalización de la empresa no puede ser un eslogan; debe reflejarse en la calidad de la información, en la capacidad de control, en el coraje para ajustar el rumbo a tiempo. Y sobre todo, en la integridad de sus líderes. Lo cierto es que los empresarios que lograron adaptarse también fueron golpeados, pero salvaron su empresa. Hoy se preguntan si vale la pena seguir siendo constructores. Dudan de su conocimiento, de su modelo, de su futuro. Pero esas preguntas, aunque duras, son saludables. Porque invitan a repensar, a reconstruir y, sobre todo, a no repetir los errores. Si algo quedó claro en esta historia es que un gerente puede destruir lo que tomó generaciones construir. Que un consejo asesor sin poder no sirve de escudo. Que la confianza no se improvisa. Y que cuando se pierde, solo se recupera con hechos, con nuevos liderazgos, nuevas reglas, nueva cultura y un propósito renovado.