En muchas firmas de servicios profesionales, la concentración de poder en un socio fundador es vista inicialmente como una ventaja: una figura carismática, con visión técnica y comercial, que guía el crecimiento, protege la reputación y representa la marca ante el mundo. Sin embargo, cuando esa misma figura se convierte en el cuello de botella de las decisiones, en el juez exclusivo de quién accede a la propiedad, y en el obstáculo principal para profesionalizar la firma, la ventaja se transforma en amenaza. Esta es la historia de una firma de consultoría que, tras más de treinta años de existencia, descubrió que su verdadero riesgo no era externo, sino interno: su propio modelo de liderazgo.
No hay sucesión posible si no hay sistema. Y no hay sistema si todo gira en torno a una persona. Las firmas profesionales, auditorías, estudios jurídicos, firmas de arquitectos o consultoras, operan bajo una lógica distinta a la de otras empresas. No tienen capitales de inversión, ni juntas con participación independiente, ni mecanismos naturales de evaluación como los mercados bursátiles. Su valor radica en el talento, la reputación técnica y la confianza del cliente. Pero eso mismo las hace especialmente frágiles cuando el liderazgo no se comparte, la propiedad se hereda por favoritismo y el crecimiento se concentra en manos de unos pocos. El problema no es de ingresos, ni de producto, ni de mercado. Es de estructura, de incentivos, de visión. Y sobre todo, de poder.
La literatura sobre gobernanza en firmas profesionales ha descrito este dilema con claridad. Autores como Laura Empson, Royston Greenwood y Asih Nanda han mostrado que muchas de estas organizaciones están atrapadas entre una lógica artesanal y una lógica corporativa. La lógica artesanal privilegia la autonomía técnica, la reputación personal y la lealtad tácita. La lógica corporativa exige procesos, métricas, rendición de cuentas y rotación de liderazgos. Cuando no se logra transitar entre ambas, la organización se fosiliza: se vuelve incapaz de renovarse, de atraer talento nuevo o de ceder espacios sin conflicto. A menudo, los socios fundadores se resisten a institucionalizar las decisiones porque perciben que ese proceso les resta poder. Lo que no ven es que sin sistema, su legado no tiene continuidad. El verdadero valor no está en cuánto factura el fundador, sino en cuán bien puede funcionar la organización cuando él ya no esté.
La firma que inspira esta reflexión acumulaba más de treinta años de historia en una ciudad latinoamericana. Pertenecía a una red internacional de auditoría y contaba con varias líneas de negocio: impuestos, consultoría financiera, auditoría legal y servicios de cumplimiento. Sin embargo, el modelo interno seguía anclado a los tiempos fundacionales. El socio mayoritario concentraba más del 70% de las acciones. Durante tres décadas, solo se habían incorporado dos nuevos socios. El resto del equipo, aunque calificado y comprometido, no tenía acceso real a la propiedad, lo que debilitaba sus incentivos de permanencia y su sentido de pertenencia. Se había creado, sin quererlo, una cultura de empleados de alto nivel técnico pero sin horizonte societario. Eso erosiona lentamente la confianza interna, mina la motivación y pone en riesgo la retención del talento clave.
La organización carecía de junta directiva, comités de remuneración, mecanismos de evaluación o rutas claras de carrera hacia la sociedad. Las decisiones eran unilaterales. No existía una política de sucesión, ni un protocolo para retiros, ventas de acciones o eventos imprevistos como incapacidades o fallecimientos. La firma dependía, en los hechos, del estado de ánimo y del juicio personal de su socio mayoritario, cuya imagen se vio gravemente afectada por una sanción legal que comprometió la reputación corporativa. Esa crisis personal, ajena a la firma en lo técnico, bastó para que la red internacional encendiera las alarmas. Fue esta red quien exigió cambios. Si no se estructuraba un modelo de gobierno, se activaba una cláusula de desvinculación. Frente a ese ultimátum, la firma tuvo que reconfigurar su estructura.
El proceso de transformación arrancó con un diagnóstico claro: el problema no era técnico ni financiero, era de gobierno. El equipo tenía alta capacidad de generación de ingresos, una cartera sólida, márgenes saludables. Pero el modelo de decisión era personalista, opaco y excluyente. La solución fue un Consultant Buy-Out (CBO). Se propuso valorar la firma con base en múltiplos de EBITDA, definir un rango de endeudamiento saludable, y utilizar esos recursos para redistribuir la propiedad. Más de cien profesionales ingresarían al nuevo esquema societario, bajo criterios de mérito, rentabilidad, antigüedad y liderazgo. Se diseñaron cinco clases accionarias con distintos derechos y deberes. Para proteger el control, se incluyeron mecanismos como topes de participación, preferencias de voto y cláusulas de permanencia.
El nuevo modelo incluyó una junta directiva con mayoría de independientes, comités de evaluación, políticas de retiro, y un sistema anual de evaluación de socios con indicadores no solo financieros, sino también de liderazgo y reputación técnica. Por primera vez, los profesionales dejaron de ser simples ejecutores para convertirse en co-responsables del destino de la firma. Se activó una dinámica meritocrática. El talento se sintió parte de la estrategia. El fundador se retiró con reconocimiento, sin interferir en la nueva etapa. El proceso no fue fácil, pero sí necesario. Requirió rediseñar estatutos, renegociar pactos, construir confianza. Y sobre todo, aceptar que el liderazgo no se hereda, se construye.
El caso deja lecciones poderosas para cualquier firma profesional que se precie de mirar hacia el futuro. Primera, la reputación personal, por sólida que sea, no sustituye la necesidad de un sistema de gobernanza. De hecho, en ausencia de ese sistema, la reputación individual puede convertirse en el mayor riesgo de la firma. Segunda, la negativa a abrir la sociedad no es síntoma de exigencia, sino de miedo: miedo a perder el control, miedo a la crítica, miedo al relevo. Pero sin apertura, no hay continuidad. Tercera, democratizar la propiedad no significa desorden. Con clases accionarias bien diseñadas, pactos de recompra, topes de concentración y cláusulas de exclusión, es posible ampliar la base sin poner en riesgo la dirección. Cuarta, el talento no se fideliza con discursos, sino con oportunidades reales de crecer, decidir y ser dueño.
En muchas firmas, el verdadero problema es de diseño. El liderazgo no puede ser vitalicio. La propiedad no puede ser feudal. La sucesión no puede depender del azar o de la voluntad de una sola persona. Una buena gobernanza en firmas profesionales requiere tres cosas: decisión colegiada, criterios objetivos de acceso, estructura jurídica que regule la entrada y salida de socios. Esto no se construye de la noche a la mañana, pero cada día que se posterga, se eleva el riesgo. Porque si el único plan de sucesión es “esperar a ver qué pasa”, lo que pasa es que la firma se estanca, el talento se va, y el mercado lo nota.
Para quien hoy lidera una firma de abogados, consultores, auditores o arquitectos, la pregunta no es solo cómo seguir creciendo, sino cómo garantizar que ese crecimiento no dependa de su presencia. La verdadera señal de madurez no es cuánto factura el líder, sino cuánto valor puede generar la firma sin él.