El socio difícil: ¿ Cómo enfrentarlo sin destruir la familia ni la empresa?

por | Jul 25, 2025

En muchas empresas familiares existe un personaje que todos reconocen: Inteligente, preparado y con vínculo profundo con el negocio, ha sido clave en grandes decisiones, levantando la voz cuando otros callaban y aportando con visión estratégica. Pero también, al mismo tiempo, es quien más incomoda: interrumpe, descalifica, ironiza, arremete contra la autoridad legítima, lanza comentarios hirientes y convierte cualquier conversación en un campo de batalla emocional. Es el tipo de socio al que todos valoran, pero del que todos, en silencio, quisieran alejarse. Esa figura compleja, mezcla de fortaleza y debilidad, de verdad y agresión, de claridad y conflicto, es una de las principales amenazas no reconocidas en las familias empresarias.

La historia se repite con frecuencia. Alguien que fue clave en una etapa del crecimiento comienza a tensionar el ambiente societario. Se pierde la confianza entre los socios, las asambleas se vuelven tensas, las decisiones se aplazan y los órganos de gobierno pierden eficacia porque nadie quiere contrariar al “socio difícil”. El talento se convierte en chantaje. La verdad, en látigo. Y lo que pudo ser liderazgo se transforma en intimidación. En estas situaciones, la familia empieza a ceder espacios: unos dejan de asistir, otros callan por estrategia, y otros simplemente se desvinculan emocionalmente. La empresa no quiebra por razones financieras, sino por agotamiento relacional.

El caso que inspiró este artículo es real. En una familia empresaria multigeneracional con presencia en el sector cosmético, una de las accionistas era reconocida como la más preparada. Había vivido en el exterior, tenía formación en negocios, hablaba varios idiomas, y era la única que cuestionaba con profundidad los informes de gestión. En los comités, sus preguntas incomodaban, pero eran agudas. En las juntas, exigía estándares más altos. Nadie negaba que sus aportes técnicos eran valiosos. El problema era su forma de relacionarse. En múltiples sesiones, interrumpía a los demás con frases como “eso no tiene sentido”, “ustedes no entienden el negocio” o “otra vez lo mismo de siempre”. Su tono era autoritario, su lenguaje corporal agresivo, y sus intervenciones, más que invitar al diálogo, dejaban a los otros en silencio. Lo más grave era que su comportamiento no tenía consecuencias. Nadie la confrontaba directamente, y cuando alguien intentaba hacerlo, ella reaccionaba con más fuerza, acusando de mediocridad, de envidia o de complicidad con la administración. La familia empezó a dividirse entre los que la apoyaban, los que la temían y los que querían alejarse del conflicto. El resultado fue un desgaste emocional constante, una parálisis en la toma de decisiones y un deterioro progresivo del ánimo societario.

Este tipo de casos no es anecdótico. Estudios como los de Kets de Vries (1996) advierten que muchas familias empresarias enfrentan conflictos relacionales que no tienen su origen en diferencias técnicas o estratégicas, sino en patrones de comunicación tóxicos, historias mal cerradas o roles mal definidos. Desde la teoría sistémica, Bowen (1978) describe cómo las relaciones familiares no resueltas tienden a reproducirse en el entorno empresarial, amplificando tensiones del pasado y proyectándolas sobre decisiones presentes. La figura del “accionista complejo”, aquel que aporta en lo técnico pero erosiona en lo emocional, es uno de los perfiles más desafiantes para el gobierno corporativo familiar. En el caso que relatamos, el conflicto no se limitaba a las reuniones. También se manifestaba en los canales informales: mensajes fuera de tono en los chats de socios, correos cuestionando decisiones ya tomadas, e incluso intentos de hablar directamente con los empleados para criticar a la gerencia. Aunque su intención era “defender el legado”, sus acciones generaban caos. Varios miembros del consejo asesor advirtieron que el clima estaba deteriorado. Pero, como sucede con frecuencia, la inacción fue la respuesta durante años. Hasta que la familia decidió intervenir.

Las soluciones no fueron fáciles, pero sí posibles. Se reconoció que el problema no era técnico sino relacional, y con el apoyo de un equipo externo se facilitaron conversaciones estructuradas que permitieron expresar dolores acumulados: desde los que se sentían ignorados o irrespetados, hasta la propia accionista conflictiva, quien confesó sentirse poco valorada y sobrecargada con la responsabilidad del futuro del negocio. A partir de allí, se incluyeron cláusulas de conducta en el acuerdo de socios, se establecieron evaluaciones anuales no solo del aporte técnico sino del comportamiento, y se exigió formación previa en gobierno corporativo e inteligencia relacional para participar en comités o junta. Se pactó también que los conflictos no se manejarían por chats ni pasillos, sino en los espacios formales de gobierno. La medida más difícil fue dejar claro que, si su estilo no cambiaba, perdería su lugar. Se le ofreció coaching, acompañamiento y canales de expresión bajo nuevas reglas. Aunque hubo resistencia, tensiones y amenazas de ruptura, con el tiempo la cultura comenzó a cambiar: surgieron nuevas voces, se restauró el orden en las reuniones y la calidad de las decisiones mejoró notablemente. La accionista logró mantenerse bajo condiciones más sanas, y aunque no se transformó en una figura conciliadora, aprendió a contener sus formas para no poner en riesgo su lugar. Y lo más importante: la familia entendió que cuidar la convivencia no es una muestra de debilidad, sino una expresión consciente de liderazgo estratégico.

Este caso demuestra que no se trata de expulsar a las personas incómodas, sino de no permitir que su incomodidad se vuelva la norma. El respeto no se negocia. El talento sin respeto es tóxico. La crítica sin empatía es destructiva. Y el silencio frente al irrespeto es complicidad. Por eso, las familias empresarias que quieren perdurar deben anticiparse. Deben tener reglas claras, cultura de retroalimentación, espacios para la verdad dicha con respeto, y consecuencias para quienes no se adapten. Porque ningún legado se construye sobre la base del miedo o de la resignación. Y ningún talento justifica el maltrato. Por eso, a quienes enfrentan estas situaciones, les propongo cinco acciones concretas que permiten transformar el conflicto en evolución: 1) Incorpore cláusulas de conducta en los acuerdos de socios: Establezca estándares mínimos de respeto y consecuencias para quien los viole; 2) Implemente evaluaciones periódicas a los miembros de junta, comités y otros órganos de gobierno. Mida no solo resultados, sino también formas; 3) Formalice canales de retroalimentación: Evite que los conflictos se ventilen en espacios informales; 4) Ofrezca formación obligatoria en gobierno corporativo e inteligencia emocional: Gobernar no es solo decidir, es también convivir. Y 5) Active órganos independientes que puedan intervenir en casos de comportamiento disfuncional. No todo puede quedar en manos de la familia.

La conclusión es sencilla pero contundente: el legado no lo destruyen los enemigos externos, sino las dinámicas tóxicas internas que se toleran en nombre de la historia o del talento. Cuidar el ánimo societario es tan importante como cuidar los estados financieros. Porque cuando la empresa familiar se quiebra por dentro, no hay mercado ni producto que la salve. Y cuando un socio difícil se convierte en la medida de lo aceptable, la familia entera empieza a perder su voz. La solución no es callar, ni expulsar. Es hablar con firmeza, establecer reglas claras y recuperar el equilibrio entre verdad, respeto y propósito compartido. Porque una familia que normaliza el irrespeto, tarde o temprano normaliza la ruptura. Y una empresa que pierde la capacidad de hablarse con verdad y respeto, ha empezado a fracturar su propio futuro.

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Gonzalo Gómez Betancourt, Ph.D. – CEO Legacy & Management Consulting Group

Gonzalo Gómez Betancourt, Ph.D. – CEO Legacy & Management Consulting Group

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