En muchas familias empresarias, el gobierno de la familia es el gran ausente. No porque no haya conflictos, decisiones difíciles o generaciones en formación, sino porque persiste la creencia de que la familia se debe manejar con naturalidad, sin estructuras, sin reglas, sin cargos. Pero cuando los problemas se acumulan, las conversaciones se hacen difíciles y las decisiones se postergan indefinidamente, esa informalidad deja de ser virtud y se convierte en riesgo. El dilema es profundo: ¿necesitamos formalizar el gobierno de la familia o eso sería un exceso que le quita espontaneidad a los vínculos?
Durante años, las familias empresarias han invertido en profesionalizar la empresa: Juntas directivas, comités de auditoría y riesgos, comités de remuneración y evaluación, etc. También han estructurado el patrimonio: Asambleas de accionistas, consejos de socios, holdings, fundaciones de interés privado, fideicomisos, oficinas de familia, etc. Pero lo familiar suele quedarse en la informalidad, amparado en una lógica emocional, afectiva y casi supersticiosa: “si tocamos esto, se rompe”. El problema es que lo que no se toca, termina estallando en el momento menos pensado. Y lo que no se diseña, termina gobernado por la improvisación o por quien tenga más voz, no necesariamente más legitimidad.
No existe continuidad sin gobierno. Esa es la premisa básica del gobierno familiar. Porque la familia también es una institución: tiene miembros, reglas, responsabilidades, cambios generacionales, crisis, decisiones estratégicas. Y toda institución que quiera perdurar necesita una arquitectura mínima. Pensar que una familia empresaria multigeneracional se puede sostener sin órganos de gobierno es tan iluso como pretender que una empresa sin junta directiva y sin estados financieros puede crecer de forma sostenible.
Como lo plantea el modelo Dinastía ampliado (Gómez Betancourt y Lagos; 2025), el sistema familiar no es un apéndice emocional del sistema empresarial o patrimonial. Es un sistema en sí mismo, con sus propias variables: cultura, gobierno, estrategia, estructura, sistemas, sucesión e individuo. La cultura define los valores, pero el gobierno familiar los protege, los traduce en prácticas, y los defiende en los momentos difíciles. Sin gobierno, no hay foro para conversar cuando aparece la tensión, no hay legitimidad para tomar decisiones difíciles, no hay lugar para los que quieren construir sin estar operando ni invirtiendo. Y, sobre todo, no hay plataforma para educar, escuchar y acompañar a las nuevas generaciones.
El modelo FIBER (Berrone et al, 2012) , al hablar de riqueza socioemocional, deja claro que uno de los grandes activos de una familia empresaria es el orgullo de pertenecer a un proyecto compartido. Pero esa pertenencia no se sostiene solo con afecto: necesita una estructura que canalice la participación, que regule los desacuerdos y que honre la historia común sin imponerla. La informalidad no es una forma de respeto a los vínculos: es una manera elegante de posponer los conflictos hasta que se hagan inmanejables.
Un caso reciente lo demuestra con claridad. Una familia con más de cuatro décadas de historia compartida reconoce que no tiene un gobierno familiar estructurado. Las reuniones se hacen solo cuando se necesita tomar decisiones puntuales. No hay consejo de familia, ni asamblea familiar, ni reglas claras sobre participación de las nuevas generaciones. La sucesión del liderazgo familiar no está definida. Queda en manos de una matriarca de primera generación, quien mantiene la autoridad moral, pero no existe un relevo consensuado ni un mecanismo para construirlo.
Durante años, la unidad se ha sostenido por la fuerza de los afectos y por el respeto a la generación fundadora. Pero los síntomas del desgaste están a la vista: miedo a repetir errores del pasado, ausencia de conversaciones difíciles, tensiones no resueltas entre ramas, y un vacío de liderazgo simbólico para proyectar la familia al futuro. Los primos más jóvenes no saben si podrán participar, ni cómo, ni cuándo. La segunda generación no quiere imponer, pero tampoco sabe cómo ceder. Y la primera, en silencio, siente que el tiempo corre.
Esta familia no está rota. Pero está detenida en un punto donde cualquier decisión relevante genera ruido, incomodidad o postergación. No existe un espacio donde conversar antes de que sea tarde. No hay una estructura para delegar la conducción emocional del sistema. No hay métricas para saber cómo está la unidad, ni mecanismos para cuidar a quienes se están alejando. Y aunque el gobierno de la empresa y del patrimonio funcionan razonablemente bien, el sistema familiar está abandonado a la buena voluntad de sus miembros.
El miedo a institucionalizar la familia es comprensible. Se teme que se pierda espontaneidad, que se vuelvan frías las relaciones, que se burocraticen los afectos. Pero eso solo ocurre cuando se copian estructuras sin sentido. Un buen gobierno familiar no impone: facilita. No controla: cuida. No formaliza por moda: lo hace por visión de futuro. Y como todo lo que vale la pena, no se improvisa.
Por eso, para todas las familias que aún dudan si vale la pena formalizar su gobierno familiar, estas recomendaciones pueden ayudar a dar el primer paso sin temor:
- Aceptar que el gobierno familiar no es un lujo, es una condición para la continuidad sana.
- Reconocer que la informalidad no garantiza unidad, y que el afecto necesita estructuras que lo sostengan.
- Crear un consejo de familia que represente a todas las generaciones y ramas, con legitimidad, vocación de servicio y una agenda clara.
- Diseñar una asamblea familiar como espacio periódico de información, formación, pertenencia y decisiones compartidas.
- Definir roles claros: quién coordina, quién comunica, quién facilita. Y evitar que todo dependa de una sola persona.
- Implementar sistemas básicos: indicadores de participación, programas de formación, protocolos para conflictos, y seguimiento emocional.
- Incluir la sucesión del liderazgo familiar como un proceso legítimo, simbólico y planeado, no como un vacío heredado.
- Construir el modelo de gobierno familiar a la medida: sin copiar, sin exagerar, sin temer.
Una familia puede funcionar un tiempo sin estructuras formales, sostenida por el afecto, la intuición y la autoridad de una figura respetada. Pero cuando esa figura ya no está, cuando los hijos piensan distinto o cuando los nietos no se conocen bien, la informalidad deja de ser opción y se convierte en un riesgo acumulado. El gobierno familiar no es una camisa de fuerza ni un manual de instrucciones: es el lugar donde se conversa lo importante, se anticipan las tensiones y se protege la unidad sin forzarla. Las familias que entienden esto a tiempo construyen un legado que no solo sobrevive, sino que se transforma con cada generación.