Una junta directiva no es una figura decorativa, ni una sala de conversación bien intencionada. Es el órgano donde se define el rumbo estratégico de la empresa, se supervisa a la administración y se protege el valor del patrimonio familiar. Pero en muchas empresas de familia, incluso cuando ya han avanzado en la profesionalización y cuentan con miembros independientes, las juntas no ejercen su poder real. Se convierten en observadores sofisticados que transfieren hacia los socios los dilemas que deberían resolver como cuerpo colegiado. Esto sucede por miedo, por comodidad o por una cultura que evita el conflicto. El resultado es una junta que “parece junta” pero que no gobierna. Este artículo analiza ese fenómeno a través de un caso real y propone acciones concretas para evitar que la junta se convierta en un espectador impotente.
La literatura de gobierno corporativo ha sido clara: la efectividad de una junta directiva no está en su existencia formal sino en su capacidad de incidir en las decisiones estratégicas, en el monitoreo efectivo y en la rendición de cuentas. Aguilera y Jackson (2003) señalan que, sin poder real, las juntas son meros símbolos de buen gobierno. Ralph Ward, en “Improving Corporate Boards”, advierte que uno de los errores más frecuentes es que la junta actúe como un grupo de revisión pasivo, donde se presentan informes pero no se toma ninguna decisión significativa. En el contexto familiar, John Ward, en “Building a Successful Family Business Board”, subraya que la junta debe ser el único espacio institucional en el que se protege el interés de la empresa por encima de las emociones, relaciones o preferencias familiares. El rol de los miembros independientes no es solo aportar experiencia, sino garantizar que las decisiones difíciles no se posterguen ni se devuelvan a quienes no tienen el rol de tomarlas.
En una empresa familiar latinoamericana con más de 30 años de trayectoria, la segunda generación solicitó un diagnóstico integral cuando comenzaron a sentirse los efectos del crecimiento. El análisis reveló fallas estructurales en todos los niveles del sistema de gobierno, incluyendo una junta directiva que evitaba tomar decisiones complejas, una confusión entre los roles de la junta y los socios, ausencia de comités técnicos, compensaciones poco transparentes y conflictos patrimoniales sin resolver. A raíz de este diagnóstico, la familia trabajó durante varios meses en la construcción de un protocolo formal de familia y empresa, que incluyó reglas claras para la asamblea, la junta, los comités y los sistemas de interacción con los socios.
Sin embargo, a pesar del esfuerzo por formalizarse, en la práctica la junta siguió operando bajo la cultura previa. Cuando llegaban temas complejos, una pensión pendiente de una fundadora, una deuda sin intereses entre socios, una compensación directiva fuera de mercado, la junta simplemente opinaba, recomendaba análisis, pedía tiempo… y sugería que esos temas los resolviera la asamblea de accionistas. Se delegaban hacia los socios las decisiones que justamente justificaron la creación de la junta. En lugar de proteger al gerente general, la junta lo dejaba solo, y en lugar de canalizar los conflictos familiares, los devolvía a la familia. El protocolo existía, los comités estaban diseñados, pero las decisiones complejas quedaban en el limbo.
Esta junta, como muchas otras en empresas familiares, se convirtió en un órgano opinador sin responsabilidad. El gerente comenzó a perder legitimidad y buscó directamente a los socios para resolver los vacíos de autoridad. Los independientes, a pesar de su trayectoria, se replegaron ante la falta de una cultura de exigencia y evitaron confrontar. Y los socios, que pensaban haber delegado los temas críticos, empezaron a intervenir otra vez. En la práctica, el gobierno se debilitó, el gerente quedó expuesto y los socios regresaron a lo operativo. La profesionalización se volvió cosmética. La junta existía, pero no gobernaba.
A la luz de la teoría, este caso muestra los riesgos de una junta sin convicción, sin límites claros y sin cultura de decisión. Aunque los estatutos y el protocolo familiar definían con precisión los roles y mecanismos, en la práctica no se usaban. El modelo era correcto, pero el comportamiento organizacional seguía anclado en una cultura de evasión. Las juntas, como recuerda John Ward, son tan fuertes como la cultura de exigencia que las sostiene. Tener tres independientes no garantiza nada si no hay liderazgo desde la presidencia de la junta, si no existen evaluaciones periódicas, si no se activan los comités, si no hay consecuencias ante la inacción. Lo que debería ser un escudo para proteger a la empresa del desorden familiar, se convirtió en un espejo que reflejaba ese desorden sin intervenir. La falta de implementación efectiva termina erosionando incluso la mejor arquitectura de gobierno.
Para evitar juntas que delegan hacia arriba y proteger la autoridad del órgano de gobierno, las familias empresarias pueden implementar los siguientes mecanismos:
- Definir claramente los asuntos indelegables de la junta, incluyendo pensiones, compensaciones, sucesión, inversiones estratégicas y manejo de conflictos de interés.
- Crear y activar comités funcionales (auditoría, estrategia, remuneración) con agendas concretas y reuniones efectivas, evitando que la junta discuta solo informes.
- Implementar una evaluación anual de desempeño de la junta y de cada uno de sus miembros, con retroalimentación individual y consecuencias claras.
- Establecer un canal formal y limitado de interacción entre la junta y la propiedad, evitando que los socios intervengan directamente en decisiones ya delegadas.
- Exigir compromiso y voz activa de los miembros independientes, más allá de su prestigio o trayectoria, incluyendo su participación en comités y decisiones difíciles.
- Fortalecer el rol del presidente de la junta como líder del proceso de toma de decisiones, constructor de consensos y puente entre la gerencia y la propiedad.
- Diseñar agendas de junta con enfoque estratégico, y no centradas en revisión de informes, dejando tiempo para decisiones críticas.
- Actualizar el protocolo familiar periódicamente, incluyendo cláusulas sobre consecuencias ante el incumplimiento del rol de la junta o la intromisión indebida de los socios.
- Promover una cultura donde el conflicto sea visto como parte natural del buen gobierno, y no como algo que se debe evitar o postergar.
- Recordar que profesionalizar no es solo estructurar, sino también comportarse de acuerdo a lo que se ha pactado.
Una junta que no asume decisiones es peor que no tener junta. Porque genera la ilusión de un gobierno que no existe, y frustra las expectativas del gerente, de los socios y del legado familiar. La empresa familiar no necesita una junta que acompañe, sino una junta que gobierne. Y gobernar implica decidir. Con rigor, con integridad, y con valentía.