Muchas empresas que superan su etapa emprendedora enfrentan tarde o temprano una decisión clave: profesionalizar su gestión. Este proceso suele imaginarse como una “transición”, un puente entre el liderazgo fundacional y una nueva forma de dirección más estructurada. Sin embargo, en la práctica, ese puente es inestable. Las buenas intenciones se enredan con egos no resueltos y estructuras confusas. Este artículo muestra, con teoría, un caso real y recomendaciones, que la profesionalización solo es posible si el fundador renuncia por completo al poder operativo. Lo demás es solo una puesta en escena que lleva al estancamiento o al colapso estratégico.
La teoría sobre profesionalización y sucesión en las empresas ha sido desarrollada con amplitud por diversos autores que han identificado etapas de crecimiento organizacional y los retos que cada una impone. Larry Greiner, en su famoso modelo de evolución y revolución, señala que las organizaciones, al crecer, enfrentan crisis que exigen nuevas formas de liderazgo. En la etapa fundacional, el control centralizado del fundador resulta efectivo. Pero al aumentar la complejidad, esta fórmula se agota y se requiere delegación formal, planeación y sistemas de control. Es aquí donde surge el dilema: el fundador debe ceder el control operativo para que otros lideren, pero muy pocos lo hacen a tiempo o de manera completa. Otro enfoque relevante es el de John Kotter, quien explica que el liderazgo del cambio exige claridad en la visión y consistencia en la ejecución. Si el mensaje que se envía a la organización es ambiguo “hay un nuevo gerente, pero el jefe sigue siendo el mismo”, entonces se crea una disonancia que paraliza. Los empleados no saben a quién obedecer, y el nuevo líder no logra generar legitimidad. Desde el punto de vista del gobierno corporativo, la buena práctica es aún más clara. Si un socio fundador permanece en la operación, debería abstenerse de ser parte de la junta directiva. Y si quiere ocupar un rol en el gobierno estratégico, entonces debe salir completamente del día a día. Esta separación de roles entre propiedad, dirección y gobierno no es solo una recomendación ética o conceptual. Es una condición necesaria para que los distintos órganos funcionen con independencia y eficacia. De lo contrario, el poder se concentra y se confunde, lo que lleva a conflictos internos, decisiones ineficaces y pérdida de talento.
Hace cinco años, empezamos a acompañar a una empresa creada por dos socios que, además de ser compañeros de negocio, eran buenos amigos. Habían construido un modelo exitoso en un sector altamente regulado y habían logrado escalarlo con inteligencia y esfuerzo. Cuando el tamaño del negocio empezó a exigir mayores niveles de sofisticación, nos pidieron apoyo para implementar un gobierno corporativo. Fue un proceso enriquecedor, pero también desafiante. En un comienzo, les costó aceptar algunos principios básicos, como el de que si querían permanecer en la operación, no debían integrar la junta directiva, y si deseaban formar parte de la junta, debían salir completamente del día a día. Finalmente, aceptaron esta lógica, y se conformó una junta compuesta por tres miembros independientes de gran experiencia y conocimiento del sector. Con el paso del tiempo, la junta comenzó a notar tensiones internas difíciles de ignorar. Los socios tenían diferencias importantes en la forma de dirigir, pero no existía una jerarquía clara entre ellos. Aunque uno ostentaba el título de gerente general, en la práctica ambos tomaban decisiones, lo que generaba confusión y duplicidad. Más grave aún, no había una segunda línea de liderazgo desarrollada ni planes de sucesión para los cargos clave. La empresa funcionaba gracias a su empuje y talento, pero su estructura era frágil. Ante este panorama, se decidió crear un comité de estructura organizativa y se contrató a una firma especializada en diseño organizacional. El diagnóstico fue preciso: la empresa necesitaba urgentemente un gerente general externo, con visión, experiencia y autoridad para consolidar la profesionalización. Sin embargo, la firma también concluyó que, dado que no existían aún sustitutos preparados en las áreas clave, los socios debían continuar en sus puestos bajo las órdenes del nuevo gerente, mientras se desarrollaban los equipos de segunda línea. Esta recomendación, aparentemente sensata, contenía una trampa profunda. Cuando los socios nos preguntaron la opinión, comentamos: “la transición de una gerencia no existe”. No se puede poner a un conductor al lado del que siempre ha manejado y esperar que aprenda, mientras el dueño sigue con el pie en el acelerador.
He visto este escenario repetirse una y otra vez. El supuesto de que se puede “desarrollar a un gerente” mientras los fundadores permanecen en la operación es ingenuo y contraproducente. Los gerentes no se desarrollan en la práctica, ya llegan desarrollados. Si no están listos, no son gerentes. No se les puede poner rueditas como a una bicicleta. Un verdadero gerente necesita espacio, poder y autonomía para ejercer liderazgo. Si cada decisión debe pasar por la aprobación tácita o explícita del fundador, entonces ese gerente está condenado al fracaso. Y no por falta de talento, sino porque la cultura de la organización sigue obedeciendo a la autoridad real, no al poder nominal.
El análisis de este caso revela una paradoja común en las empresas: los fundadores quieren soltar, pero no soltar del todo. Quieren delegar, pero no desaparecer. Quieren que alguien los releve, pero sin dejar de tener la última palabra. Este modelo híbrido, que algunos llaman “transición”, no funciona. En la práctica, destruye la autoridad del nuevo gerente, genera incertidumbre entre los empleados y perpetúa una cultura de dependencia que impide la evolución. Incluso con una junta directiva sólida y una estructura formal bien diseñada, si los socios no abandonan la operación, la organización nunca dará el salto hacia la profesionalización real.
Nuestra propuesta en este caso fue sencilla, aunque difícil de aceptar. Los socios debían pasar a la junta directiva, ampliándola de tres a cinco miembros, y aportar su visión desde el gobierno estratégico. En esa nueva junta, podrían liderar comités relevantes como estrategia, innovación o desarrollo organizacional, transmitiendo su conocimiento sin interferir en la gestión diaria. De esta manera, el nuevo gerente tendría el espacio necesario para liderar, y los socios mantendrían un rol activo pero no operativo. Además, desde la junta podrían apoyar la formación de la segunda línea de liderazgo, asegurando una transición real, no simbólica. Este enfoque permite resolver tres problemas críticos al mismo tiempo. Primero, restablece la autoridad dentro de la organización, permitiendo que el gerente ejerza con legitimidad. Segundo, canaliza el conocimiento y la experiencia de los fundadores hacia instancias donde agregan valor sin frenar la operación. Y tercero, acelera el proceso de formación del equipo directivo, al dejar claro que ya no hay marcha atrás: el liderazgo ha sido delegado. Recomendar este tipo de cambio no es sencillo. Implica tocar fibras personales, emocionales y simbólicas. Pero también implica proteger el futuro de la empresa. Lo que está en juego no es solo la estructura interna, sino la capacidad de crecer, adaptarse y atraer talento. Ningún gerente con trayectoria aceptará liderar una empresa donde la autoridad real permanece en la sombra de los fundadores. Y ningún empleado creerá en un nuevo liderazgo si ve que todo sigue igual.En conclusión, la transición gerencial no es una etapa intermedia, sino una decisión radical. No se puede conducir un vehículo mientras otro toma el timón. Se debe elegir entre liderar o gobernar, pero no ambas cosas al tiempo. Los fundadores que logran dar este paso descubren que su influencia no disminuye, sino que se transforma. Dejan de ser ejecutores para convertirse en arquitectos del futuro. Porque el legado no se transmite con el control, sino con la confianza. No se hereda una silla, se hereda un propósito.