¿Fallas de Mercado o Fallas de Estado?

por | May 8, 2025

En Colombia, como en muchas democracias en desarrollo, se suele justificar la intervención estatal por las llamadas “fallas del mercado”: donde hay monopolios, desigualdad o servicios esenciales costosos, el Estado debe actuar. Pero poco se habla de las consecuencias cuando el Estado falla. ¿Quién corrige entonces la falla del Estado? ¿Y quién paga el precio cuando el remedio termina siendo peor que la enfermedad? Este artículo, advierte que muchas intervenciones estatales, en lugar de corregir, terminan agravando los problemas. No es solo una cuestión técnica: es una lógica institucional que la teoría de la elección pública ha explicado con claridad, mostrando cómo políticos y burócratas también persiguen intereses propios.

La teoría de la elección pública, desarrollada por economistas como James Buchanan (Premio Nobel en 1986) y Gordon Tullock, parte de un principio simple pero poderoso: los funcionarios públicos, los políticos y los burócratas también responden a incentivos. No son planificadores desinteresados ni guardianes del bien común. Son seres humanos que buscan poder, estabilidad, votos, presupuesto o influencia. Por lo tanto, las decisiones estatales no siempre responden a criterios de eficiencia social, sino a lógicas de autopreservación política, alianzas de poder o presiones de grupos organizados. Uno de los conceptos clave en esta teoría es el de “búsqueda de rentas”, que describe el fenómeno por el cual grupos de interés intentan obtener beneficios económicos no a través de la producción o la innovación, sino mediante el acceso privilegiado al poder político. Es decir, compiten por influir en las decisiones del Estado para lograr subsidios, regulaciones favorables, barreras a la competencia o contratos estatales, todo ello sin crear valor para la sociedad. La riqueza no se genera: se redistribuye arbitrariamente, y muchas veces se destruye en el proceso. En el fondo, la búsqueda de rentas no solo redistribuye mal los recursos: debilita la innovación, castiga al que compite limpiamente y alimenta la percepción de que el éxito depende del favor político y no del mérito. Este tipo de comportamiento florece especialmente en entornos donde el Estado concentra muchas funciones económicas, donde la regulación es opaca y donde los mecanismos de control y rendición de cuentas son débiles. Cuanto más interviene el Estado en la economía, mayor es el botín por capturar, y más intensos son los esfuerzos por influenciar sus decisiones. El problema no es solo de intenciones, sino de diseño institucional. 

Esto no es una especulación teórica. Es lo que está ocurriendo en Colombia en sectores estratégicos como la salud, la energía y la minería. Bajo la bandera de corregir desigualdades o democratizar el acceso, se han promovido reformas que amplifican el control estatal sin garantizar capacidad técnica ni independencia institucional, abriendo un espacio enorme para la captura por parte de intereses políticos o privados. En salud, el desmonte de las EPS se presentó como una apuesta por la justicia social, pero se hizo sin un plan de transición, sin nuevos operadores definidos ni criterios técnicos claros. El resultado ha sido caos financiero, deterioro del servicio y decisiones alineadas políticamente. Las fallas del mercado fueron reemplazadas por fallas de Estado, donde la búsqueda de rentas reemplaza la eficiencia. En energía, congelar tarifas por razones políticas y debilitar los entes reguladores ha erosionado la confianza del sistema. La inversión se frena, las empresas pierden viabilidad, y nuevos actores sin trayectoria pero cercanos al poder ocupan el espacio. Ser eficiente ya no importa: importa ser funcional al discurso. En minería, el hostigamiento a la actividad legal ha dejado campo libre a la minería ilegal. El gobierno paraliza licencias y judicializa proyectos, mientras las mafias se fortalecen, el medio ambiente se destruye y los territorios quedan fuera del control institucional. El Estado, ausente como regulador y presente como obstáculo, ha dejado el terreno libre para que florezcan la ilegalidad, la improvisación y el oportunismo.

Ante este panorama, el empresario no puede limitarse a resistir: tiene el deber de liderar. La resiliencia ya no basta. En un entorno incierto, donde el Estado deja vacíos o impone barreras, se requiere visión, carácter y propósito. La continuidad operativa debe ser prioridad: identificar los puntos vulnerables del negocio, anticipar riesgos políticos, diversificar ingresos y construir verdaderos planes de contingencia. Al mismo tiempo, fortalecer el gobierno corporativo deja de ser un lujo o un requisito de cumplimiento: se convierte en el sistema vital para tomar decisiones bien informadas, evaluar riesgos y adaptarse con agilidad. Y en este contexto, internacionalizarse no es una estrategia de expansión, sino una válvula de estabilidad: abrir mercados, dolarizar ingresos, conectarse con centros productivos menos expuestos al vaivén institucional local.

Sin embargo, no basta con resistir. El empresario debe asumirse como actor social clave en la reconstrucción del país. En un entorno donde los discursos populistas ganan terreno, el liderazgo empresarial no puede esconderse ni limitarse a balances financieros. La respuesta no debe ser el silencio, sino el ejemplo: cercanía con las comunidades, compromiso con el empleo digno, inversión con visión territorial. La legitimidad del empresario hoy no vendrá solo del éxito económico, sino de su capacidad para mostrar que es parte de la solución frente a la pobreza, la informalidad y el desarraigo. La estrategia empresarial no puede ser únicamente técnica: debe ser también ética, social y cultural.

Porque lo primero que debe resolver un país no es la desigualdad, sino la pobreza. Y esta no se combate repartiendo lo que hay, sino multiplicando lo que falta. Esa multiplicación no nace de discursos ni de decretos, sino de quienes invierten, arriesgan, generan empleo y transforman ideas en bienestar real. Mientras el Estado se convierte en proveedor de privilegios y no en garante de reglas, el empresario debe ser ejemplo de productividad, coherencia y sostenibilidad auténtica. Debe liderar, incluso en medio de la incertidumbre. Como lo explicó Francis Fukuyama en su análisis sobre las instituciones modernas, “un Estado fuerte no es lo mismo que un Estado grande. La fortaleza radica en su capacidad institucional para actuar con legitimidad y eficacia, no en su tamaño o en su ambición de controlarlo todo.” Esta distinción es clave. Colombia no necesita un Estado omnipresente, sino uno competente, legítimo y limitado en lo que le corresponde. Regular con técnica, proteger con justicia, sancionar con firmeza cuando haya abuso y, sobre todo, crear las condiciones para que la sociedad civil y en especial el sector productivo pueda operar con reglas claras y confianza de largo plazo.

Esa es la verdadera contracultura que puede salvar a Colombia: un país donde el que produce tiene espacio, el que innova encuentra estabilidad y el que cumple las normas no es castigado, sino respaldado. Donde el mercado no se idolatra, pero tampoco se asfixia. Donde el Estado no reparte poder, sino que construye confianza. Donde los empresarios no piden privilegios, sino que exigen instituciones funcionales. Porque si no corregimos las fallas del Estado con ética, técnica y responsabilidad, no habrá mercado que funcione ni democracia que resista la erosión de la confianza pública.

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Gonzalo Gómez Betancourt, Ph.D. – CEO Legacy & Management Consulting Group

Gonzalo Gómez Betancourt, Ph.D. – CEO Legacy & Management Consulting Group

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